lunes, 31 de enero de 2011

LA FAMILIA DEL REY, LOS TÍOS DE CARLOS II: EL CARDENAL-INFANTE DON FERNANDO DE AUSTRIA (PARTE V)

El Cardenal-Infante don Fernando en traje de cazador por Velázquez (h. 1632-1636). Museo del Prado de Madrid.

El viaje a Barcelona se inició el 12 de abril, lunes de Pascua. El Rey, acompañado de sus hermanos don Carlos y don Fernando, y del séquito correspondiente de consejeros y personal de Palacio, se dirigió en primer lugar a Valencia. La Casa del Cardenal-Infante, en virtud de la orden que se le dio, salió de Madrid el 24 de abril a cargo de don Luis Lasso de Vega, Vizconde de Puertollano, que desempeñaba el oficio de mayordomo mayor. La comitiva real llegaría a Barcelona el 3 de mayo sin hacer entrada pública para ahorrar gastos.

Ya en Tortosa había salido el virrey Duque de Cardona a saludar a Felipe IV y a informarle con detalle de las dificultades que los catalanes iban a ofrecer tanto respecto a la habilitación del Cardenal-Infante para presidir las Cortes en ausencia del Rey como de la concesión de un “servicio” o subsidio.

Finalmente, los primeros obstáculos se lograron salvar y don Fernando, el 18 de mayo, fue habilitado en el convento de San Francisco por el Rey para presidir las Cortes catalanas que se acababan de inaugurar, al mismo tiempo que le nombraba Virrey y Capitán General del Principado de Cataluña y de los Condados del Rosellón y la Cerdaña. Aquella misma noche llegaba de Italia el príncipe Girolamo Caraffa, Marqués de Montenegro, que había sido llamado con gran satisfacción del Cardenal-Infante para mandar el ejército que se iba a formar en Cataluña.

Hecha la habilitación de don Fernando, Felipe IV emprendió el viaje de vuelta a Madrid el 19 de mayo, yendo antes con sus hermanos y la comitiva real a visitar a la Virgen de Monserrat, en cuyo monasterio durmieron aquella noche. Al día siguiente, Felipe IV con su hermano don Carlos prosiguió el viaje hacia Madrid mientras el Cardenal-Infante volvía a Barcelona, separándose definitivamente en Igualada de sus dos hermanos, al los que ya no volvería a ver en esta vida.

Quedaban allí como consejeros suyos, además del Conde de Oñate y del Duque de Cardona, el Marqués de Montenegro, el Marqués de Este (Carlo Filiberto d’Este, Marqués de San Martino, caballerizo mayor de don Fernando), don Manuel de Guzmán (del Consejo de Órdenes) y su confesor, el agustino fray Juan de San Agustín.

La figura principal de entre todos ellos era el Conde de Oñate, don Íñigo Vélez de Guevara (1), que posteriormente acompañaría al Cardenal-Infante hasta Milán para después proseguir rumbo a Viena para desempeñar el cargo de embajador de Su Majestad católica ante el Emperador. Don Jéronimo Gascón de Torquemada, autor de la “Gaceta y nuevas de la Corte de España” y mayordomo de Oñate, comentaba en su “Gaceta”:

Este mesmo día, miércoles (19 de mayo de 1632, víspera de la Asunción) antes de salir de Barcelona envió Su Majestad a llamar al Conde de Oñate, mi señor, el mayor, y le dije: Conde, , ya sabéis como el Infante Don Fernando, mi hermano, se queda en Barcelona a acabar las Cortes. Y, aunque tiene buen discurso y buen natural, importa mucho tener a su lado una persona como la vuestra, de gran talento y valor, pues habéis dado muestras en tantas ocasiones de vuestra prudencia y gobierno. Y así os ruego, pido y mando que os quedéis con él y le asistáis y gobernéis, porque en ello me tendré por muy servido” (2).

Si esta misión de Oñate no era de su propio gusto, tampoco lo era del gusto de don Fernando, que no iba a simpatizar ni con él, ni más tarde con el Duque de Feria por ser las personas seleccionadas por su hermano para conducir su voluntad con autoridad indiscutible por el camino de la disciplina y del rigor en la toma habitual de resoluciones.

Cerca de un año iba a permanecer don Fernando en la capital del Principado: del 3 de mayo de 1632, en que había hecho su entrada en Barcelona, hasta el 11 de abril del años siguiente de 1633, en que zarparía rumbo a Milán. En ese breve tiempo tuvo que pasar por duras experiencias como las enojosas negociaciones con las Cortes catalanas, defensa de la frontera con Perpiñán y el equipamiento o paga de la tropa que llevaba consigo en las galeras.

El primer conflicto que tuvo don Fernando en Barcelona fue con los “consellers” de aquella ciudad. El 24 de mayo por la tarde, antes de las Cortes, cuando se dirigía solemnemente a la catedral para jurar, según costumbre, los fueros del Principado. Los “consellers” se consideraban en posesión del derecho a cubrirse en presencia de la persona real. El protocolo de Madrid no admitía esta costumbre por ser un privilegio reservado exclusivamente a los Grandes. Para sortear el incidente, Oñate pensó que lo más práctico era que el Duque de Cardona, a quien ciertamente le correspondía dicho derecho, se descubriese durante la ceremonia. Así lo hizo Cardona y en consecuencia un secretario del Consejo de Aragón se lo advirtió a los “consellers” para que se descubriesen, como de hecho hicieron. Esto, sin embargo, produjo malestar entre los miembros barceloneses de las Cortes que reaccionaron airadamente contra aquella imposición y pusieron “disentimiento en ellas hasta que se determinase la cobertura de sus consellers, con lo cual pararon hasta que S.M., a quien dio cuenta de ello, determinase lo que se había de hacer” (3).

Con estos largos trámites protocolarios se consumió el período de 6 meses (que finalizaba el 19 de noviembre de 1632) para el que estaba habilitado don Fernando. Consiguientemente te declararon las Cortes prorrogadas y no concluidas (4).

El Cardenal-Infante tuvo tres claros objetivos en esta su primera misión: primero, terminar las Cortes de Cataluña interrumpidas en 1626; segundo, asegurar las fronteras con Francia en previsión de un futuro ataque por parte de aquella nación; y tercero, organizar el ejército que le había de acompañar en su nuevo destino.

En el primer objetivo fracasó estrepitosamente lo mismo que seis años antes había hecho su hermano el Rey. En los otros dos cumplió decorosamente su cometido. Bien asesorado por sus consejeros y de acuerdo con las minuciosas instrucciones reales gobernó con desenvoltura y acierto tanto en los asuntos ordinarios del Principado como en los asuntos militares de levas, alojamientos de tropas y provisión de las galeras de la escuadra.



Fuentes principales:

* Aldea Vaquero, Quintón: “El cardenal-infante don Fernando o la formación de un príncipe de España”. Real Academia de la Historia, 1997.

* Elliott, J. H.: “El conde-duque de Olivares”. Crítica, 2004.

* Vermeier, René: “En estado de guerra. Felipe IV y Flandes 1629-1648”. Universidad de Córdoba, 2006.



Notas:

(1) Don Íñigo Vélez de Guevara y Tassis, III Conde de Oñate (1566-1644). Tras el asesinato en 1622 de su primo don Juan de Tassis, Conde de Villamediana y Correo Mayor de España, heredó tanto su posición como su título.

Oñate había sido gentilhombre de Felipe III y había estado a su servicio en las Guerras de Flandes, donde fue hecho prisionero. Posteriormente sirvió al Rey en numerosas misiones diplomáticas (Saboya, Hungría y Viena ante el emperador Matías I, donde su papel fue clave para la designación como heredero del futuro emperador Fernando II y en su nombre se firmaría el famoso Tratado de Oñate). Permaneció en Viena bajo el reinado de Fernando II siendo uno de los principales responsable de la caída de Wallenstein.

Gozó igualmente de gran estima en la Corte de Felipe IV, aunque acabó perdiendo el favor real por sus desmesuradas ambiciones. Murió en Madrid en 1644.

(2) Gascón, Jerónimo: “Gaceta…”, pp. 336-337.

(3) Aedo, Diego de: “Viaje…”, pg. 8

(4) Los votos de los consejeros en Danvilla, M.: “El poder civil…”, pp. 17-224. Para mayor información Elliott, J.H.: “La rebelión de los catalanes”, pp. 244-256.

viernes, 28 de enero de 2011

LA FAMILIA DEL REY, LOS TÍOS DE CARLOS II: EL CARDENAL-INFANTE DON FERNANDO DE AUSTRIA (PARTE IV)

El Cardenal Infante (1631) en un grabado de Guido Bentivoglio. Biblioteca Nacional de Madrid.

A nadie le escapaba el hecho de que el Cardenal-Infante no estaba muy contento con su estatus eclesiástico. Muchos señalaban su carácter temperamental, como el embajador veneciano Alvise Mocenigo, quien en 1632 anotó en su informe final acerca de su estancia en la corte española que don Fernando tenía “un carácter mucho más vivo” que su hermano don Carlos, “que tenía un temperamento más fogoso” y que “no parecía entusiasmado con su carrera eclesiástica” pero que se dedicaba con gusto al estudio del arte militar y “buscaba oportunidades para perfeccionarse en él” (1). Además, el joven Cardenal no era insensible, ni mucho menos, a los encantos femeninos, aunque su constitución frágil a veces no resistía las escapadas nocturnas y que en los años recientes su “disordine giovanile con donne” le había obligado a guardar cama más de una vez (2).

El carácter ambicioso y emprendedor de don Fernando le causaba graves preocupaciones a Olivares. Describía al Cardenal-Infante como “naturalmente vano” y esperaba disciplinarlo “metiéndole en la cabeza hacerle papa por principal asiento y fin suyo”, puesto que “el cebo de verse superior a todos por aquel camino, podrá ser que acabe con él, lo que por ningún otro se podrá alcanzar”. En un informe secreto planteaba al Rey el delicado problema de “acomodar a los señores Infantes conforme a su grandeza” en lugares apartados de España. A don Carlos proponía Olivares nombrarlo virrey y capitán general de Sicilia donde podría destacarse en la lucha contra el Turco. En cambio, al Cardenal-Infante, aunque lo trataba de afianzar en su profesión eclesiástica con el señuelo de poder un día llegar a ser Papa, como se comentaba anteriormente, lo enviaría a Orán, territorio perteneciente al Arzobispado de Toledo, anteponiéndole en una hábil evocación romántica el ejemplo del Cardenal Cisneros juntamente con el proyecto de nuevas conquistas en África. Estambul y Argel eran los temibles nidos de la piratería y el corso en el Mediterráneo y desde sus respectivos gobiernos, ambos Infantes podrían defender el flanco sur de Europa.

A don Fernando también se le podría ofrecer con el mismo fin otra alternativa: la coadjutoría del Arzobispado de Tréveris o Maguncia (Electores del Imperio) y, consiguientemente, la educación en la corte del Emperador, con lo cual podría llegar a ser Príncipe Elector del Imperio y, tal vez un día, Emperador. De enviarlo al gobierno de Flandes no se pensaba aún en aquel tiempo.

No desechaba Olivares la idea de casar a don Fernando con una princesa europea, cosa que encajaba mejor con el genio personal del Infante y con la poca o ninguna vocación que sentía por el estado eclesiástico. Pero fuera para intentar consolidarlo más en su presunta vocación que el valido ciertamente no había escogido, fuera porque en efecto no se encontraba en Europa una princesa a la altura de su rango en estirpe y en dinero, se fue retrasando aquel molesto problema que nadie se atrevía a poner resueltamente sobre el tapete, a pesar de que todos estaban convencidos de la necesidad de hacerlo. No midió desde luego la Corte la trascendencia histórica de aquella decisión sabiendo que el destino de una Monarquía está unido a la herencia biológica y, desde luego, bien distinto habría sido el futuro si don Fernando se hubiera casado y engendrado hijos, pues una rama paralela y absolutamente legítima habría heredado la Monarquía a la muerte de Carlos II.

Por otra parte no es inverosímil pensar que la difícil situación de la Hacienda Regia jugara un papel decisivo en el retraso indefinido de la renuncia a las dignidades eclesiásticas que llevaba consigo inseparablemente la renuncia a los cuantiosos ingresos de la mitra de Toledo, en caso de matrimonio.
La infanta Isabel Clara Eugenia (1627), obra de Anton van Dyck. Kunsthistorisches Museum de Viena.

No fue hasta septiembre de 1626 cuando una junta ad hoc sugirió por primera vez mandar al Cardenal-Infante a los Países Bajos y a su hermano don Carlos a Portugal, pero no se llegó a decidir nada. Un año más tarde, el Conde-Duque reconoció que el problema seguía sin solucionarse y era cada vez menos probable que el hermano menor del Rey se contentara con su status eclesiástico porque “en todo cuanto llego a alcanzar de su natural inclinación siempre que se le apretare en la estrecha senda de los eclesiástico, llegaría a temer que saltase” (3).

De momento no se tomó ninguna determinación. La Corte era consciente de los riesgos que implicaría una misión extranjera para los Infantes ya que no convenía exponer a los sucesores al trono a ciertos peligros antes de que el Rey tuviera descendencia masculina. Si tanto Felipe IV como Carlos y Fernando murieran, las consecuencias serían catastróficas. Es probable que ésta fuera la razón por la que no se apresuró la decisión. Sólo se retomaría el hilo en 1629, cuando en octubre de aquel año nació el príncipe don Baltasar Carlos.

Por otra parte, la crisis de la autoridad española en los Países Bajos como consecuencia de la caída de Bolduque (14 de septiembre de 1629) hizo de catalizador. Una de las maneras de volver a controlar de manera duradera la situación en aquellas provincias meridionales era el estrechamiento de los lazos con las mismas, nombrando gobernador a un príncipe de la sangre lo bastante enérgico. El gobierno de Bruselas insistía en ello y Madrid les escuchó. Finalmente se optó por el Cardenal-Infante, mientras que su hermano don Carlos sería virrey de Portugal. La decisión sobre el nombramiento de don Fernando se tomó en la primavera de 1630 (4) y en los Países Bajos la noticia se divulgó enseguida. Pero se trataba de una empresa complicada que exigía una larga preparación. La reparación de la autoridad real, el primer objetivo del proyecto, sólo podía realizarse mediante el aumento del potencial militar en los Países Bajos, lo que exigía una gran cantidad de dinero. Para la reputación, un príncipe de la sangre impotente o sin autoridad era aún peor, si cabe, que la prolongación de la situación existente. Tenía que llegar, pues, a la cabeza de un ejército importante que podría reemprender la lucha contra las Provincias Unidas con renovados bríos. Si no, como decía el Marqués de Aytona, “por mejor tengo que no venga” (5).

Además, la ruta hacia Flandes estaba sembrada de obstáculos. La tensión en el norte de Italia y la animosidad creciente de Francia, la inquietud en el Imperio y los avances suecos en el otoño de 1631 dificultaban el tránsito. Además, en Bruselas había que tener en cuenta desde hacía unos meses la ilustre presencia de miembros disidentes de la Casa Real francesa, lo que podría plantear espinosos problemas de etiqueta (6). Además, se planteaba el problema de la relación entre el Cardenal-Infante y su tía, gobernadora vitalicia de los Países Bajos. Por un lado, Olivares quería evitar herir la susceptibilidad de Isabel Clara Eugenia. No podía dar la impresión de que don Fernando quería recortar sus competencias o encumbrarse por encima de ella. Por otro lado, era impensable que el hermano del Rey le fuese inferior en rango. Era, por tanto, un ejercicio de equilibrio que había que resolver con elegancia. Aunque Isabel Clara Eugenia comunicó que estaba encantada con la llegada de su joven sobrino, el Conde-Duque temía que no aceptara abandonar su posición sin más (7).

Todas las dificultades comentadas hacían dudar a Olivares sobre la conveniencia de enviar a don Fernando a Flandes:

Si otras veces he sido de parecer que el señor Infante D. Fernando pasase a Flandes, hoy los accidentes que han recaído sobre aquellos Estados lo dificultan por estar tan llenos de personas reales, como la Reina Madre de Francia y el Duque de Orleans, su hijo, donde las dependencias de los lugares y cortesías pueden ocasionar disgustos y desavenencias, despertar accidentes y desbaratar intentos, sin embargo de haberse observado antes que no era compatibles, gobernando la señora Infanta, estuviese al arbitrio y parecer suyo un Príncipe que parece puede gobernar mayores cosas, con tanto mayor inconveniente ahora cuanto no querer la Señora Infanta soltar las riendas de aquel Gobierno, como legítima y dote suya; que al presente no era de parecer se fiasen tan pronto de un hombre sin experiencia y sin más razonado consejo las armas de aquellos Estados; y que, entre tanto que las cosas se ponían en el ser que convenía, era de parecer, si era digna su opinión de este Consejo, que S.M., entre los que había servido de admitirle y de favorecerle, apoyase éste; asegurando que era de los mayores servicios que le hacía, y la noticia que le habían dado ser primer Ministro casi doce años le hacían capaz de esta confianza; que S.M., tenía Cortes pendientes en Barcelona y que, debajo de ese pretexto, a que tan bien se paliarían y arrimarían muchos que irían ofreciendo el suceso y él haría meditando, podía S.M. sacar de la Corte y de sus servidores al Infante D. Fernando con voz de que le habilitasen los brazos eclesiásticos, noble y universidades, que se contienen en uno, y dejarle allí para que las acabase” (8).

Por tanto, considerando la falta de experiencia de don Fernando para un gobierno tan complejo como el de Flandes y aprovechando el hecho de la celebración de las Cortes catalanas, a cuya apertura debía asistir el Rey, se decidió que el Cardenal-Infante le acompañase y tras la apertura quedase allí con la misión de conducirlas con el título de Virrey y Capitán General del Príncipado de Cataluña y los Condados del Rosellón y la Cerdaña, puesto en el que podría foguearse en los difíciles entresijos de la política.


Fuentes principales:

* Aldea Vaquero, Quintón: “El cardenal-infante don Fernando o la formación de un príncipe de España”. Real Academia de la Historia, 1997.

* Elliott, J. H.: “El conde-duque de Olivares”. Crítica, 2004.

* Vermeier, René: “En estado de guerra. Felipe IV y Flandes 1629-1648”. Universidad de Córdoba, 2006.



Notas:

(1) Barozzi, N. y Bercchiet, G.: “Relazioni”, I, p. 658.

(2) A su muerte, don Fernando dejó dos hijos naturales, una hija y un hijo. Más información sobre el tema en mi entrada: “Los hijos bastardos del Cardenal-Infante don Fernando de Austria, unos desconocidos primos de Carlos II”.

(3) Elliott, J.H. y de la Peña, J. F.: “Memoriales y cartas…” I, p. 163.

(4) Habría que esperar hasta el 7 de abril de 1631 para el decreto formal de Felipe IV; entonces declaró oficialmente que don Carlos era nombrado virrey de Portugal y que don Fernando asistiría a su tía Isabel Clara Eugenia en el gobierno de los Países Bajos. BNM, ms. 2363, f. 35.

(5) El Marqués de Aytona a Olivares, 18 de enero de 1631. BRB ms. 16. 147, f. 72v-76. Francisco de Moncada, III Marqués de Aytona, era en este tiempo la mano derecha de la Infanta en el gobierno de Bruselas así como hombre de confianza de Olivares.

(6) Se trataba de la reina madre María de Medici y del sucesor al trono y hermano menor de Luis XIII, Gastón de Orleans, “Monsieur”.

(7) “Informe del Conde-Duque al Rey sobre los Infantes sus hermanos”. Marañón, Gregorio: “El Conde-Duque de Olivares”, pp. 448-451.

(8) Novoa, Matías de: “Historia de Felipe IV, Rey de España”. Madrid, 1878, pp. 135-137.

lunes, 24 de enero de 2011

LA FAMILIA DEL REY, LOS TÍOS DE CARLOS II: EL CARDENAL-INFANTE DON FERNANDO DE AUSTRIA (PARTE III)

El cardenal infante don Fernando, obra de Pedro Pablo Rubens (?) y taller. Génova, Palazzo del Principe.

La muerte de Felipe III en 1621 y la reorganización de la Corte del nuevo soberano retrasaron la provisión de los oficios de la Casa de don Fernando hasta el 12 de junio de 1622 (1):

Como mayordomo mayor y ayo de don Fernando se nombró a don Francisco de Ribera, Marqués de Malpica, uno de los hombres más influyentes en la Corte durante la transición de Felipe III a Felipe IV. Al morir éste el 12 de septiembre de 1625, le sucedió en el cargo el Marqués de Camarasa, quien retuvo además su anterior cargo de sumiller de corps. Camarasa era primo de Olivares y, por tanto, confidente suyo.

Los demás cargos que se proveyeron en esa fecha fueron: como caballerizo mayor, el Marqués de Este; por sumiller de corps, el ya citado Marqués de Camarasa, don Diego Sarmiento de los Cobos, nieto del famoso Secretario de Carlos V, Francisco de los Cobos; como primer caballerizo, Francisco de Eraso, Conde de Humanes a partir del 14 de julio de 1625. Como mayordomos fueron nombrados el Conde de Peñaflor, el Conde del Real, don Antonio de Cardona, don Fadrique de Vargas, don Luis Lasso de la Vega y don Francisco Niño de Ribera. Por gentilhombres de la cámara lo fueron don Diego de Silva y Mendoza, Marqués de Orani y los Condes de Puñoenrostro, don Arias Gonzalo Dávila y Bobadilla, de Salvatierra, don García Sarmiento de Sotomayor, y de Villanueva, don Antonio de Fonseca y Enríquez. Por camarlengos de hábitos largos, don Melchor de Moscoso, don Antonio Portocarrero, un hijo del Con de Elda y otro del Conde de Peñaranda de Bracamonte (2).

El 16 de julio de ese mismo año se publicaron por gentilhombres de la boca del Cardenal-Infante a las siguientes personas: don Antonio Sarmiento de Mendoza, don Fernando de Acuña Enríquez, don Juan de Granada, don Felipe de Valencia, don Alonso de Toledo (juntamente a la plaza de acemilero mayor), don Andrés Criado de Castilla, don Luis Manrique de Lara, don Pedro de Espinosa, don Andrés Gutiérrez, don Juan Luis de Guzmán y don Luis Venegas (3).

Pocos días después, el 20 de julio, se publicaron otros siete caballeros de cámara y teólogos, que fueron los doctores Terrones y Zapata, este último maestro de ceremonias.

A los dos días, el 22 del mismo mes, se publicaron otros siete caballerizos más. Las dos primeras plazas fueron para los futuros maridos de dos damas de la cámara de la Reina: doña María de Jérica y doña María de Quirós. Las otras 5 plazas fueron para don Pedro de Mendoza, el Capitán Triviño, don Lope de Rioja, don Francisco de Herencia y don Rodrigo de Moscoso.

El 24 de julio “se publicaron trece capellanes, que fueron don Diego de Zúñiga (primer capellán), Don Andrés de Sandoval (camarero que fue del Arzobispo de Burgos), Don Juan del Valle (hijo del Doctor Valle), Don Francisco de Prada y Mógica, Don Pedro de Angulo, el Dr. Simón López de Soto, Don Francisco de Izaguirre, el Doctor Mira de Mescua, el Mestro Valdivieso, el Doctor Juan Ladrón de Guevara, el Maestro Torre, Don Pedro Zapata de Vargas y el Doctor Serrano” (4).

El 4 de octubre juraron puesto para la cámara del Cardenal-Infante nueve personas más: Antonio de Espejo, con el oficio de guardarropa; Luis Hurtado, con el oficio de aposentador de Palacio; don Pedro de Peral, con el título de secretario de cámara, con las audiencias y remisión de memoriales; don Jerónimo de Vela Acuña; Cristóbal de Medina; un yerno del doctor Andosilla, cirujano del Rey; don Diego de Vera; don Juan Mazas; y don Pedro de Herrera (5).

Y, por fin, el 1 de febrero de 1623, juró don Pedro de Guzmán, hermano del Marqués de Camarasa, por camarlengo del Cardenal-Infante para rezar con Su Alteza. Contaba entonces don Fernando con 14 años de edad (6).

En general, la mayoría de los oficios recayeron en personas de la confianza del Conde-Duque de Olivares, excepto en le caso de los sobrinos del Duque de Lerma e hijos de su hermana, la Condesa de Altamira, doña Leonor de Sandoval y Borja, que, como se dijo en la primera entrada, había criado a don Fernando a raíz de la muerte de la reina doña Margarita de Austria. Eran estos don Melchor y don Antonio de Moscoso. La resuelta voluntad y apego por ellos de don Fernando fue más fuerte que la firme resolución de Olivares por alejarlos.

A don Melchor consiguió finalmente Olivares alejarlo de la Corte otorgándole el Obispado de Segovia, sin embargo, don Antonio, para tormento del todopoderoso valido, quedó en la Corte con el oficio de gentilhombre de la cámara del Cardenal-Infante, aunque éste pretendiese uno de los oficios mayores, probablemente el de mayordomo mayor, que había quedado vacante en 1625 debido al fallecimiento del Marqués de Malpica. Sólo la muerte pudo separarlo de don Fernando. Murió, en efecto, en Rattenberg, cerca de Innsbrück, el 29 de julio de 1634, acompañando al Cardenal-Infante a Flandes.

La providencia había secundado los planes de Olivares, pero dos años antes de este viaje, es decir, en 1632, el Conde-Duque reiteraba al Rey en un largo informe sobre los dos Infantes sus inquietudes y angustias por el creciente influjo de Moscoso, convertido ya en dueño absoluto y valido del Cardenal-Infante. Esto constituía, a juicio de Olivares, un peligro muy grave para su gobierno en Flandes:

Don Antonio de Moscoso después de la expulsión del obispo de Segovia, su hermano, es dueño absoluto de la gracia del Infante Don Fernando…y, como ya otras veces he avisado a V.M., no conviene que ninguno tenga privado ni que corran por cuenta de su Palacio sus excesos” (7).

Precisamente uno de los motivos, aunque no el principal, del envío a Flandes de don Fernando fue el separarlo de don Antonio. Aunque el Cardenal-Infante, demostrando una vez más su avispado carácter, sospechó el Conde-Duque era el responsable de esta trama y tuvo con él uno de los no raros encuentros violentos que desconcertaban al de Olivares e inquietaban al Rey. Estas violentas reacciones de don Fernando ponían un grave interrogante sobre su futuro como hombre de gobierno y sobre su lealtad a las órdenes de su hermano y Rey.

Todo lo que fuera contrario a los gustos y deseos del Cardenal-Infante, era siempre una fuente de conflictos. Y esto había que cortarlo:

De aquí, Señor (prosigue Olivares), nacen discordias e inquietudes en su Palacio, y en el amor resfriarse para con V.M. y aun zozobrar en el respeto y obediencia. Y, enseñándole la carta, el otro día, de la Sra. Infanta de Flandes (se refiere a la infanta Isabel Clara Eugenia) y la consulta del Consejo de Estado, en que amorosamente se le avisaba no convenía llevarse privado a Flandes, que aquella nación no lo consiente si afecta el nombre de español, cuanto y más de privado, ni que diese nombre de tal a ningún criado suyo, la ira fue notable. Y, volviéndose contra mí, me dijo era traza mía y que yo era el actor de este hecho”.



Fuentes principales:

* Aldea Vaquero, Quintón: “El cardenal-infante don Fernando o la formación de un príncipe de España”. Real Academia de la Historia, 1997.

* Elliott, J. H.: “El conde-duque de Olivares”. Crítica, 2004.

* Vermeier, René: “En estado de guerra. Felipe IV y Flandes 1629-1648”. Universidad de Córdoba, 2006.



Notas:

(1) Gascón de Torquemada, Gerónimo: “Gaceta y nuevas de la Corte de España desde el año 1600 en adelante”. Real Academia Matritense de Heráldica y Genealogía. Madrid, 1991. P. 8-12.

(2) Íbidem, p. 125.

(3) Íbidem, p. 127.

(4) Íbidem, p. 128.

(5) Íbidem, p. 134.

(6) Íbidem, p. 219.

(7) Marañón, Gregorio: “El Conde Duque de Olivares”. Espasa-Calpe. Madrid, 1952. P. 449.

sábado, 22 de enero de 2011

LA FAMILIA DEL REY, LOS TÍOS DE CARLOS II: EL CARDENAL-INFANTE DON FERNANDO DE AUSTRIA (PARTE II)

El cardenal-infante don Fernando hacia 1623. Autor desconocido.

El 3 de agosto de 1619 Pablo V expidió un nuevo breve a Felipe III anunciándole la misión diplomática de monsignore Marsilio Petruzzi, Arzobispo de Chieti (Nápoles), llevando al infante don Fernando las acostumbradas insignias cardenalicias (1).

Tardó unos meses la expedición de los documentos de la Curia que, según el estilo, se hacía a través de la Cancillería y Dataría Apóstolicas. Por eso monsignore Petruzzi no llegaría a Madrid hasta comienzos de 1620. Sin embargo, ya en el mes de octubre se había recibido por medio de la Nunciatura el breve con el nombramiento de cardenal, a lo que el Infante contestó con la siguiente carta firmada cuando contaba con tan sólo 10 años de edad:

Santísimo Padre. El Nuncio de V. Santidad me dio un Breve de V. Beatitud de 29 de julio con la gracia que ha sido servido de hacerme del capelo, con que he recibido la merced y favor que esperaba de su santa mano. Y quedo con particular contentamiento de tener esta causa más para desear muchas ocasiones del servicio de V. Santidad y de esa Santa Sede y emplearme en ellas con el gusto que lo he de hacer por esta nueva obligación y lo que debo imitar al Rey, mi señor, en quien conozco tan gran voluntad a V. Beatitud.

Espero en Dios que me ayudará a parecerlo con el cumplimiento de mis buenos deseos y ser agradecido y obediente a V. Santidad, cuya persona guarde N. Señor largos y felices años como la Cristiandad ha menester. En Madrid (en blanco) octubre 1619.

Santísimo Padre, besa los muy santos pies de V. B., su humilde hijo, El Cardenal Infante de España” (2).

Monsignore Petruzzi llegó finalmente a Madrid el 30 de enero de 1620 portando las citadas insignias. Y ese mismo día se entregó el birrete al infante don Fernando “de secreto en el oratorio de Sus Altezas y en presencia del Rey, su padre” (3).

El 2 de febrero siguiente, fiesta de la Purificación de Nuestra Señora, el Cardenal Zapata dio el capelo al infante don Fernando en la Capilla Real del Alzázar en la hora de la misa mayor. El capelo fue llevado a Palacio por Petruzzi en una hasta alta, forrada de terciopelo carmesí, yendo a su mano izquierda el Duque de Alba y delante todos los Grandes y títulos que se hallaban en la Corte. Fue un día muy solemne, porque se juntó la fiesta de la Candelaria con el primer día que el Rey salía por los corredores de la Villa y Corte después de su jornada a Portugal (4) y de una larga enfermedad que le tuvo apartado durante un tiempo. A partir de entonces entró don Fernando en la administración del Arzobispado de Toledo, siendo nombrado como gobernador el doctor Álvaro de Villegas, canónigo de aquella catedral, a quien el 3 de mayo de 1620 el nuevo Cardenal-Arzobispo otorgó los poderes para que en su nombre tomara posesión de dicho Arzobispado en lo espiritual y temporal (5).

El destino de don Fernando en la administración de la Iglesia obligaba a darle la correspondiente educación eclesiástica: la formación humanística desde las primeras letras, el aprendizaje de las letras clásicas y modernas, el estudio de las artes, la teología y el derecho canónico. Igualmente, su más que probable futuro en un alto cargo político dentro de la Monarquía suponía también una preparación particular. Su padre, Felipe III, ya había iniciado esta delicada labor, sin embargo, su temprana muerte en 1621, cuando don Fernando no había cumplido aún los 12 años, hizo que esta labor educativa pasase al nuevo hombre fuerte de la Monarquía, el Conde-Duque de Olivares, más que al nuevo Rey, su hermano mayor Felipe IV, que tan sólo contaba con 16 años cuando subió al trono.

Un presupuesto básico en la mente del valido era lo que expresaba en 1632 en su conocido programa educativo para la nobleza, válido también para los infantes: “sin la buena crianza no hay buen sujeto. Y así imposible sin milagro el haber sin la buena instrucción personas idóneas para el gobierno: ni para el Estado, ni para la guerra” (6).

Para conseguir la buena instrucción señalaba cuatro fases que debían cubrir el aprendizaje de las primeras letras tanto en romance como en latín; dominar los poetas y autores latinos, aún los más difíciles, aprender las lenguas francesa e italiana, y las matemáticas. Además, había que aprender a montar a caballo, tanto a la brida como a la jineta, esgrimir, danzar, jugar a la pelota, luchar, tirar la barra y saltar. Todo esto hasta los 18 o 20 años. Después de esto, había que recorrer el mundo o por lo menos España y conocer el sistema de gobierno de las demás naciones, su situación, sus costumbres (buenas y malas) y la marcha general de la vida en España y en el extranjero (7).

Don Fernando, a pesar de su carácter eclesiástico, empezó a recibir también lecciones sobre el arte militar, es decir, el estudio de las fortificaciones y la estrategia.

Pero más importante que la enseñanza de las disciplinas era la educación total del hombre, cuya clave estaba en la selección de las personas que le rodeaban. De ello era plenamente consciente Olivares, como ya lo expresó en su “Gran Memorial” de 1624 dedicado a Felipe IV. En él llamaba la atención al Rey sobre este peligro porque, como se vio ya en las entradas dedicadas al infante don Carlos, advertía signos inequívocos de que ambos infantes estaban en el punto de mira de algunos nobles desafectos con el nuevo régimen olí barrista, el particular los familiares del anterior valido Duque de Lerma, es decir, la facción de los Sandovales.

Por estas razones, el principal objetivo de Olivares fue afianzar a don Carlos y don Fernando en la más rendida sumisión y obediencia al Rey, su hermano. Y en esto no se les debía consentir ninguna falta de respeto ni la menor desobediencia “porque en consintiendo una, se perderá infinito y se aventurarán graves daños”. Y, para eso, como medio indispensable, había que excluir de su ambiente a todos aquellos que no fuesen de la absoluta confianza del Rey y el valido.

Era de opinión de Olivares que se les había de imponer a los Infantes “criados” que fuesen de clase media, es decir, “que ni por pocas obligaciones no tengan que aventurar ni por muchas osen intentar cosas grandes con fines torcidos” (8).ç

En conclusión, al darle Casa al Cardenal-Infante don Fernando, había que proceder con la máxima cautela en la selección de las personas de la misma.



Fuentes principales:

* Aldea Vaquero, Quintón: “El cardenal-infante don Fernando o la formación de un príncipe de España”. Real Academia de la Historia, 1997.

* Elliott, J. H.: “El conde-duque de Olivares”. Crítica, 2004.

* Vermeier, René: “En estado de guerra. Felipe IV y Flandes 1629-1648”. Universidad de Córdoba, 2006.


Notas:

(1) El breve reza así: “Paulus P.P.V. Carissime in Christo, fili noster. Salutem et apostolicam benedictionem. Mittimus venerabilem fratem Marsilium archiepiscopum theatinum ob ejus virtudes nobis valde carum, qui dilecto filio nostro Ferdinando Infanti, Sanctae Romanae Ecclesiae Diacono Cardinali, Maiestatis tuae filio, biretum ac pileum deferat Cardinalitiae dignitatis insignia”.

(2) Archivo de la Embajada de España ante la Santa Sede, E. 57, fol. 55.

(3) Gascón, Gerónimo: “Gaceta”. P. 74.

(4) Sobre la Jornada de Portugal de Felipe III en 1619 léase Ares Montes, José: “Los poetas portugueses, cronistas de la Jornada de Felipe III a Portugal”.

(5) Gascón, Gerónimo: “Gaceta”. P. 369.

(6) Elliott, John. H y Peñas, José Francisco de la: “Memoriales y Cartas del Conde Duque de Olivares". Ed. Alfaguara, Madrid, 1981. Tomo II, p. 87.

(7) Íbidem, p. 88.

(8) Íbidem, p. 52.

martes, 18 de enero de 2011

LA FAMILIA DEL REY, LOS TÍOS DE CARLOS II: EL CARDENAL-INFANTE DON FERNANDO DE AUSTRIA (PARTE I)

El infante don Fernando (izquierda) junto a sus hermanos, el infante don Alfonso y la infanta doña Margarita, por Bartolomé González y Serrano (1612). Kunsthistorisches Museum de Viena.


El infante don Fernando vino al mundo al mundo el 16 de mayo de 1609 en El Escorial. Era el tercero y último de los hijos varones, llegados a edad adulta, de Felipe III y su esposa Margarita de Austria.

A los dos años quedó huérfano de madre al morir la reina doña Margarita de sobreparto, según Matías de Novoa “dolencia en que peligran la mayor parte de las mujeres del Orbe” (1). El cuidado del pequeño infante quedó encomendado al maternal cuidado de la Condesa de Lemos, doña Catalina de Sandoval, y al de su hermana, la Condesa de Altamira, doña Leonor de Sandoval, ambas hermanas del todopoderoso valido de Felipe III, don Francisco de Sandoval y Rojas, Duque de Lerma.

Don Fernando fue el segundo en la línea sucesoria tras su hermano, el infante don Carlos, hasta el nacimiento del príncipe don Baltasar Carlos en 1629, hecho que, como se vio en la serie de entradas dedicadas al dicho don Carlos, causó no pocos desvelos al Conde-Duque de Olivares durante sus primeros años de valimiento. Pero antes de llegar a esto trataré el tema del cardenalato del infante don Fernando, que gracias a esta dignidad eclesiástica ha pasado a la historia como el Cardenal-Infante:

El 29 de diciembre de 1618, Felipe III escribía a su embajador en Roma, el cardenal don Gaspar de Borja y Velasco, encargándole que solicitase al papa Pablo V la concesión del cardenalato y del arzobispado de Toledo para su hijo don Fernando por muerte de su anterior titular, el cardenal don Bernardo de Sandoval y Rojas (2). El cardenalato era una gracia que sólo el Papa podía conceder, mientras que la presentación al Arzobispado de Toledo entraba en los derechos que le correspondía al Rey por el Patronato Real, salvo la dispensa de edad que era atributo de la Santa Sede.

El infante don Fernando (h. 1618), obra de Bartolomé González Serrano.

Doce fueron las razones alegadas por Felipe III para la solicitud del cardenalato y la dispensa de edad para su hijo. Las cuatro primeras se resumían en un hecho de derecho público: el bien común. Este quedaría mejor protegido y salvaguardado con el nombramiento para esos oficios de la persona del infante don Fernando, cuya grandeza temporal y sangre ilustre ennoblecería el Colegio cardenalicio y a la vez estimularía a los demás reyes y príncipes cristianos al servicio y devoción de la Santa Sede. La grandeza de un hijo del Rey de España no tenía parangón con la de ninguna otra persona en toda la Cristiandad.

Las siguientes seis razones partían de dos hechos de carácter histórico: primero, en cuanto al cardenalato, se alegaba que nunca e toda la historia de la creación de cardenales la Santa Sede había creado un cardenal que fuese hijo del Rey de España; y segundo y en cuanto al Arzobispado de Toledo, nunca tampoco había alcanzado esa dignidad ningún hijo del Rey de España, excepto don Sancho, hijo de Fernando III “el Santo”, quien por haber muerto antes de la edad canónica no llegó a ser consagrado obispo.

Además de esas seis razones, la undécima aducía un hecho de carácter económico: la Iglesia Primada de Toledo era con mucho la más rica de España con unos ingresos anuales de unos 250.000 escudos, según los cálculos presentados en Roma, en 1630, por los procuradores de las Iglesias de Castilla y León (3). Pero el acento no se ponía en esto sino en los muchos gastos que la Hacienda Real había invertido para conservar la Fe Católica, particularmente en la defensa de Flandes, donde con anterioridad a la fecha de la carta se llevaban ya consumidos 180 millones de escudos desde el principio de la contienda. Sólo en la defensa de las Islas Filipinas, donde contaba la Corona con 500.000 tributarios católicos, se habían gastado, en 10 años, más de 7 millones de escudos. Todo esto sin contar con otros muchos gastos en defensa de la Iglesia Católica en todo el mundo. Y, supuesto que el Rey de España se había empobrecido en beneficio de la Fe, justo era que se empleasen los ingresos de Toledo en compensación de tantos gastos.

Finalmente, la última razón se basaba en el Patronato Real sobre la referida Iglesia de Toledo, que había sido reconquistada a los moros, dotada y fundada por los Reyes de España como ninguna otra Iglesia de otros reinos cristianos en Europa. Y, si había diferencia a favor de España en los derechos patronales, justo era que también la hubiese por parte de Su Santidad al conceder la petición, puesto que así gratificaba a la Monarquía Hispánica con lo que era suyo sin quitarlo a terceros, con beneficio de todos y buen ejemplo universal “que son las razones de justicia y congruencia y buen gobierno, que obligan a que esta dispensación no lo sea, sino justa determinación legal en caso particular no comprehendido en los universal del Concilio ni el Derecho Canónico” (4).

Según la carta real al embajador Borja, la solicitud se hizo “con acuerdo y justificación de ministros míos y personas más graves de mis Consejos y otro teólogos” y, sin duda, la iniciativa de enviarlo a consulta tenía que partir del Rey. Pero esta era la versión oficial. La realidad, sin embargo y siguiendo a Pérez Bustamante, parece ser que se debió a la intervención del confesor real, el dominico fray Luis de Aliaga, quien con esta maniobra trataba de evitar que el Arzobispado de Toledo cayese en manos del Duque de Lerma, valido de Felipe III, que había conseguido para sí la dignidad cardenalicia el 26 de marzo de 1618.

Es conocida la tensión que se había ido acumulando entre el omnipresente Lerma y su antiguo confesor fray Luis de Aliaga, más tarde confesor real y ahora rival del valido. No hacía mucho que Aliaga había conseguido el alejamiento de don Rodrigo Calderón, que gozaba de la máxima confianza del de Lerma y al que muchos consideraban “el valido del valido”. Con esta hábil maniobra el confesor asestó un golpe mortal al otrora todopoderoso valido. Tiempo después, el Duque de Lerma, previendo la muerte del cardenal-arzobispo de Toledo, don Bernardo de Sandoval y Rojas, tío suyo, pensaba que estando investido con la dignidad cardenalicia, le sería más fácil obtener el ansiado Arzobispado. Sin embargo, el Nuncio en Madrid, Antonio Gaetano, comentaba, con fecha 26 de febrero de 1615, que en una entrevista secreta con Aliaga, éste te mostraba completamente contrario no sólo a que se concediese a Lerma el Arzobispado de Toledo, sino también el cardenalato. Y para desmontar de sus pretensiones tanto a Lerma como a don Andrés Pacheco, Obispo de Cuenca y segundo pretendiente a la mitra toledana, Aliaga proponía una tercera solución ideal y difícilmente rechazable: hacer cardenal-arzobispo de Toledo al infante don Fernando, “dando la administración, con dispensa de nuestro Santo Padre, a algún otro prelado honesto y digno que administrase y tenga cuidado del gobierno de aquella Iglesia” (5).

Don Bernardo de Sandoval y Rojas murió finalmente el 7 de diciembre de 1618. A las tres semanas, el 29 de diciembre, salía la mencionada carta de Felipe III al Cardenal Borja ordenándole solicitase al Papa para su hijo el Arzobispado de Toledo y el cardenalato. Sin embargo, esta negociación no fue fácil, pues, aunque don Fernando siendo niño no tenía el impedimento del matrimonio ni de los hijos, como ocurría en el caso de Lerma, la falta de edad canónica requería de una dispensa muy excepcional, no fácil de conceder, ni bien vista por otras cortes europeas. Mientras tanto, el 4 de octubre de ese mismo año de 1618, Felipe III decidió licenciar al Duque de Lerma, cayendo éste de su encumbrada privanza, gracias entre otras cosas a las tramas de su propio hijo, el Duque de Uceda. Por otra parte, en aquellas fechas se produjo también la famosa defenestración de Praga (26 de mayo), que fue la mecha que prendió el fuego de la Guerra de los Treinta Años, aquella que devoró vorazmente el dinero y los hombres de la Monarquía y en la que el pequeño Infante que ahora se acercaba al capelo cardenalicio iba a jugar un importante papel.

La carta que Felipe III envió a Pablo V recibió respuesta del secretario de Estado de la Santa Sede, el Cardenal Borghese, le 20 de enero de 1619, a través del Nuncio en Madrid, exhortando al Rey, de parte del Santo Padre, a buscar un sujeto verdaderamente idóneo para la Sede Primada (una de las más importantes de la Cristiandad). Sin embargo, Borghese advertía al Nuncio que, en caso que Felipe III persistiese en su empeño, trataría de complacerle, pero nombrando un administrador apostólico “in spiritualibus et temporalibus” a beneplácito de Su Santidad. La corta edad de don Fernando dificultaba el nombramiento. Pero Borghese también exhortaba al Rey a que reflexionase sobre el carácter de su hijo y considerase con detenimiento sus inclinaciones y aptitudes para la vida eclesiástica, puesto que se sabía que el Infante manifestaba poco gusto por el ministerio sacerdotal.

En cuanto al capelo, Pablo V manifestó al Cardenal Borja que sería un honor para la Santa Sede agregarlo al Sacro Colegio de Cardenales, pero reflexionando de nuevo sobre su corta edad, estimaba el Papa que convenía diferirlo hasta más adelante.

"Teatro de las Grandezas de la Villa de Madrid Corte de los Reyes Católico de España": "Capelo de Cardenal que la Santidad de Paulo Quinto dio al Serenisimo Infante Don Fernando". Gil González Dávila. Madrid, 1623.


Dos cosas disgustaron a Felipe III, no obstante mostrar su agradecimiento por las palabras tan afectuosas del Papa: la dilación en la concesión del capelo cardenalicio y la pretendida provisión por parte de Roma de un administrador apostólico para Toledo, que era contraria, a su entender, al Patronato Real (6). Y así lo manifestó el Rey Católico en sus cartas del 22 de febrero tanto a Pablo V como a Borja. Esta intervención de Felipe III, que recuérdese era el más grande monarca de la Cristiandad, hizo cambiar el rumbo de las cosas. La resistencia de Roma al fin cedió. Un breve pontificio de 11 de marzo de 1619 concedía a don Fernando el Arzobispado de Toledo remitiendo el tema de la administración apostólica a una posterior negociación con Borja. Y, al mismo tiempo, le prometía resolver favorablemente y en poco tiempo la concesión del cardenalato. Y, en efecto, según rezan en latín las Actas del Colegio de Cardenales, “en el Consistorio secreto de 29 de julio de 1619 Su Santidad declaró Cardenal de la Santa Iglesia Romana al Serenísimo Fernando, hijo del Rey Católico, Infante de España, y al mismo tiempo le asigno el título de Santa María in Porticu y mandó que le transmitiesen el anillo, el capelo y las insignias de Cardenal” (7).



Fuentes principales:

* Aldea Vaquero, Quintón: “El cardenal-infante don Fernando o la formación de un príncipe de España”. Real Academia de la Historia, 1997.

* Elliott, J. H.: “El conde-duque de Olivares”. Crítica, 2004.

* Vermeier, René: “En estado de guerra. Felipe IV y Flandes 1629-1648”. Universidad de Córdoba, 2006.


Notas:

(1) Novoa, Matías de: “Historia de Felipe III, Rey de España”. Codoin, tomo 60. Madrid, 1875, p. 447.

(2) Pérez Bustamante, Ciriaco: “Los cardenalatos del Duque de Lerma y del Infante don Fernando de Austria”. Boletín de la Biblioteca Meléndez Pelayo 16 (1934). Pp. 246-272 y 503-532.

(3) Aldea, Q.: “La economía de las Iglesias locales en la Edad Media y Moderna”. Hispania Sacra 26 (1975). Pp. 27-68.

(4) Archivo de la Embajada de España ante la Santa Sede. Estado 57, fol. 82-85: carta del Rey al Cardenal Borja de 29 de diciembre de 1618.

(5) Carta del Nuncio en Madrid al Cardenal Borghese. Madrid, 26 de febrero de 1615.

(6) Archivo de la Embajada de España ante la Santa Sede. Estado 57, fol. 69-71.

(7) Gauchat, Patricio: “Hierarchia Catholica Medii et Recentioris Aevi”. Monasterii, 1935. P. 14.

lunes, 17 de enero de 2011

El Instituto del Patrimonio Cultural de España restaurará el Arcón de Instrumentos Matemáticos de Carlos II


* Nota inicial: agradezco al amigo Pedro de Mingo del blog España Eterna el que me haya facilitado esta información.

Leemos en la página web de la Biblioteca Nacional y en un artículo de la Revista de Arte del 28 de junio de 2010, que el Ministerio de Cultura, a través del Instituto de Patrimonio Cultural de España, IPCE, está trabajando en la restauración de un importante conjunto de objetos para la historia de la ciencia en España, que podrá ser disfrutado de forma permanente en el Museo de la Biblioteca Nacional de España.

Se trata de un arcón con una colección de instrumentos científicos construidos por el jesuita José Zaragoza (1), astrónomo y catedrático de matemáticas del Colegio Imperial de Madrid. El arcón fue regalado a Carlos II en 1675 por Juan Francisco de la Cerda, VIII Duque de Medinaceli (1637-1691), con motivo de su decimocuarto aniversario, precisamente el día en que el monarca alcanzaba la mayoría de edad legal fijada por su padre Felipe IV en su testamento. La intención de este regalo era ilustrar al joven Rey en materia de geometría, topografía, construcción de fortificaciones y música, entre otras aplicaciones de las matemáticas de finales del siglo XVII.

El estuche con los instrumentos se encontró a la muerte de Carlos II en la Librería del Rey, en la Torre Alta del Alcázar madrileño. Acompañó a los fondos bibliográficos cuando fueron trasladados al Pasadizo de la Encarnación, pasando a formar parte de la Biblioteca Real Pública, cuando ésta abrió sus puertas en 1712 por orden de Felipe V. Entre el conjunto de instrumentos destaca la pantómetra militar, en cuyo reverso aparece un compás armónico, con aplicaciones en el estudio de la música.

El estado de conservación del conjunto de instrumentos y su estuche es relativamente bueno, por lo que la intervención del IPCE se centrará en el tratamiento de daños y alteraciones puntuales y en la redacción de un informe sobre el procedimiento necesario para una conservación preventiva de los objetos.


Nota:

(1) José Zaragoza, perteneciente a la Compañía de Jesús, nació el año 1627 en Alcalá de Gibert (o Chisvert), en el Reino de Valencia, Obispado de Tortosa. Hizo sus primeros estudios en la primera de estas ciudades y seminario del padre Juan Geronimo Vives, y la universidad le graduó como maestro en artes. Dedicado luego a las matemáticas, mereció por su progreso en ellas que la ciudad le ofreciese la cátedra de esta ciencia con aumento del honorario, que no quiso admitir por que se lo impedía el estudio de la teología, de que deseaba principalmente el grado y cátedras. En 1651 tomo la sotana de jesuita ; y aun sin haber concluido su noviciado, se le mando leer retórica en Calatayud, y sucesivamente artes en Mallorca, teología en Barcelona y Valencia, siendo aquí prefecto de teología moral. Enseño las matemáticas a don Diego Felipe de Guzmán, Marques de Leganés, entonces virrey y capitán general de dicho reino, y después de Cataluña y Gobernador de Milán, que por todas partes iba siendo apologista de su maestro. Se le mandó venir a Madrid, dándosele una cátedra de matemáticas en el Colegio Imperial. Por su sabiduría, se le llamaba "vir omnibus scientiiis et dotibus ornatissimus, mathematicorum patronus pariter et princeps". En 1675, Carlos IIle hizo preceptor suyo en esta facultad el Rey D. Carlos II, a quien mereció grandes honras, y un particular aprecio de su voto en varias juntas de grave interés a que de su Real orden asistía. Sus muchas obras matemáticas le hicieron famoso en Paris, Salamanca, Lisboa, Roma, Flandes, Indias y otras partes. Murió en Madrid en 1678.

domingo, 16 de enero de 2011

ICONOGRAFÍA DE UN REY NIÑO XIV: RETRATO DEL MONASTERIO DE EL ESCORIAL (CÍRCULO DE HERRERA BARNUEVO)

El joven Rey, todavía niño, está representado de cuerpo entero vestido con el invariable traje negro que imponía la etiqueta de la Casa de Austria, de su cuello cuelga el Toisón de Oro y lleva espada al cinto. Con su mano izquierda sostiene el sombrero también negro y con la derecha un papel o memorial signo del carácter legislador del monarca.

A la izquierda del cuadro hay una mesa ricamente engalanada con un amplio paño de terciopelo rojo sobre la que se coloca un cojín del mismo color y material en el que reposan un cetro y una corona. Tras ella, una alta columna con pedestal. La parte superior del cuadro aparece cubierta por una amplia y ampulosa cortina roja y al fondo se abre un gran ventanal a través del cual se divisa un paisaje indeterminado.

El tipo de retrato se encuadra en la esfera de los de Sebastián Herrera Barnuevo (1) que es el creador de este modelo de retrato. Así, se perciben evidentes relaciones con el retrato de Carlos II de la Colección Gil (2) en cuanto a la utilización del ventanal al fondo y la columna, aunque sin la zona superior con los angelotes que portan los símbolos de la realeza que en este caso descansan sobre un cojín.

Por otra parte, en lo que se refiere a la figura en sí del Rey, se encuentran algunas variaciones respecto de los lienzos más conocidos atribuidos a Herrera Barnuevo (Fundación Lázaro Galdiano, Palacio de Hampton Court, Museo del Hermitage, etc), sobre todo en lo que se refiere a la vestimenta, que en éstos es mucho más rica, vistosa y decorativa, mientras que en el que ahora se comenta se usa el típico y austero traje negro de etiqueta y que veremos posteriormente, casi de manera invariable, en los retratos de Carlos II por Carreño de Miranda. De la misma forma, aquí se coloca un papel en la mano del Rey al igual que hará Carreño, en lugar del bastón de mando usual en los otros retratos mencionados.

Por tanto, se trata de lógicas variaciones y diferencias pero que sustancialmente responden a una misma tipología iconográfica cuyo creador es Sebastián Herrera Barnuevo, y de la que se realizan múltiples versiones en las que la mano de su círculo es evidente. Aún así, en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, se halla atribuido al taller de Carreño, lo cual no parece cuadrar con la edad del retratado ni con la tipología creada por éste, sino con la de Herrera Barnuevo como se ha comentado.

El estado de conservación, por desgracia, deja bastante que desear con multitud de faltas pictóricas y repintes por toda la superficie del lienzo.

Álvaro Pascual Chenel comenta en su obra “El retrato de Estado durante el reinado de Carlos II” que en un principio pensó que podría tratarse del retrato de Carlos II niño que se encontraba en la Quadra del Mediodía de El Escorial junto al de su hermana Margarita, obra de Martínez del Mazo (3). Sin embargo, comenta que, gracias a la Dra. García Frías, conservadora de Patrimonio Nacional, pudo descubrir que se trataba en realidad de un lienzo que se encuentra desde el siglo XX en El Escorial, pero no antes. La procedencia anterior del cuadro se desconoce y no se conoce con exactitud la fecha de entrada en el monasterio escurialense.


Fuentes principales:

* Pascual Chenel, Álvaro: “El retrato de Estado durante el reinado de Carlos II. Imagen y propaganda”. Fundación Universitaria Española. Madrid, 2010.

Notas:

(1) Alguno de los mismo han sido ya tratados en este blog: “Iconografía de un rey-niño III” o “Iconografía de un rey-niño VI: retrato del Museo del Hermitage”.

(2) Este retrato se tratará en una futura entrada, mientras consúltense los dos retratos de la nota 1.

(3) Este lienzo en mi entrada: “Iconografía de un rey-niño IX”.

miércoles, 12 de enero de 2011

LA FAMILIA DEL REY, LOS TÍOS DE CARLOS II: EL INFANTE DON CARLOS (PARTE III Y FINAL)

Retrato anónimo del infante don Carlos claramente inspirado en el retrato del Museo del Prado de Velázquez. Palacio de Versalles.

En 1632, el embajador veneciano ante Su Majestad Católica, Alvise Mocenigo, anotó en su informe final acerca de su estancia en la corte española que el infante don Carlos “tenía un temperamento más fogoso” que su hermano don Fernando, que en cambio tenía “un carácter más vivo”. A pesar de estas anotaciones, es conocida la extraña personalidad del infante, caracterizada por sus parquedad de palabras y su carácter introvertido. Sin embargo, parece ser que don Carlos llegó a ser una de las personas de la familia real más amadas por el pueblo. Gil González Dávila (1) en su obra “Monarquía de España. Historia de la vida y hechos del ínclito monarca, amado y santo D. Felipe Tercero” (publicado póstumamente en 1771) escribía acerca de su muerte:

Fue Príncipe muy amado del Pueblo, y de su Nobleza, y hasta los niños hicieron en la Corte extraordinarias demostraciones, haciendo procesiones con los pies descalzos, y en los Conventos y Parroquias se dixeron muchas Misas, y se hicieron señaladas rogativas. Era Principe muy dadivoso y callado; y lo que dexó a la posteridad fue la memoria de su nombre, y la esperanza de lo mucho que fuera, si el Cielo le diera mas vida”.

Por su parte, Bocángel Unzueta lo celebra por la grevedad de su juicio diciendo:

Nunca le mereció los dos oídos
Primer informe, ni uno el lisonjero.

Sin embargo, según las sátiras de la época, este amor del pueblo por el infante don Carlos no fue compartido por Felipe IV, al que le acusaban de preferir al Conde-Duque de Olivares sobre sus hermanos, por lo cual éstos le aborrecían:

Prosigue, y no te espantes,
Viendo que te aborrecen los infantes;
Pero con gran cordura
Traza su muerte, y tu quietud procura,
Procediendo de espacio,
Y por ti solo quedará el palacio (2)

A pesar de su timidez, don Carlos, al igual que sus hermanos Felipe y Fernando, fue también amante del sexo femenino y conocidas fueron sus diversas aventuras galantes. Aunque no he podido encontrar información que lo atestigüe, parece obvio que de alguna de estas relaciones pudo haber nacido algún hijo ilegítimo. A este respecto merece destacar un curioso episodio acaecido durante el verano de 1644 en Madrid y al que los madrileños prestaron gran atención. El hecho hace referencia a un proceso legal emprendido contra un joven que decía descender del infante don Carlos. José Pellicer de Ossau, en sus “Avisos”, lo describía como una persona que se conducía y se comportaba como noble: “el traje decente y las acciones todas mostrando majestad. La habla espaciosa y grave […] habla poco y medido”. La justicia lo declaró loco por orden de Felipe IV y lo obligó a despojarse de sus ropas nobles e internarse en un manicomio de Toledo vistiendo “un sayo ajironado de muchos colores y justo de Botarga con su capirote y cascabel”. (3).

Don Carlos fue además persona de gran ingenio y amante de la poesía. Suyos son los siguientes versos titulados “A Anarda”:

¡Oh! Rompa ya el silencio el dolor mío,
Y salga de este pecho desatado;
Que sufrir los rigores de callado
No cabe en lo que siento, aunque porfío.

De obedecerte, Anarda, desconfío,
Muero de confusión desesperado;
No quieres que sea tuyo mi cuidado,
Ni dejas que yo tenga mi albedrío.

Mas ya tanto la pena me maltrata,
Que vence al sufrimiento; ya no espero
Vivir alegre; el llanto se desata,
Y otra vez de la vida desespero;
Pues si me quejo, tu rigor me mata,
Y si callo mi mal, dos veces muero.

Este soneto se imprimió entre las obras de don Luis de Ulloa Pereira (1584-1674) con este epígrafe “Soneto del señor infante don Carlos, cuando se ignoraba que tuviese aficion a los versos”. Por su parte, don Juan José López de Sédano en el séptimo tomo de su “Parnaso español” (1773), se equivocó al creerlo obra del rey Carlos II titulándolo “Soneto del señor Rey Don Carlos II. que compuso siendo Infante, y se halla entre las Obras del mismo Autor”.

Lope de Vega en su “Égloga panegírica al epigrama del serenísimo infante Carlos”, aún implicando a la musa histórica por la identidad del homenajeado (“A honor del semideo/Carlos escribe Clío”) anuncia un canto de argumento amoroso (“Cantarán dos pastores/ a desdenes de amor versos de amores”). Los “versos de amores”, sin embargo, no remiten sino al soneto (“epigrama”) escrito por el infante don Carlos, dedicado al desdén de Anarda, y que ahora Tirsi encarece a Silvio:

[…]

TIRSI

Pues ¿cómo por allá te detenías?

SILVIO
Por escuchar de algunos cortesanos,
No ya fragmentos de ignorancias mías,
Sino divinos versos, aunque humanos,
Tan dulces para mi gustoso cebo,
Que estático medó los aires vanos;
Epigrama de un ínclito mancebo,
Que pudiera vencer el desafío

[…]

TIRSI

Que le había de abrir llave de plata
Y cerrarle después con llave de oro,
A Adonis la belleza, el arco a Febo.
¡Oh, rompa ya el silencio el dolor mío!
Con dulce exclamación de Anarda amante,
Buscaba entre sus gracias su albedrío;
Yo, hurtando el eco al aire circunstante,
Las razones bebí por el oído,
Y a los aplausos atendí constante,
Daba el lector al verso igual sonido;

[…]

Pero no sólo Lope hizo alusión a los versos de don Carlos. Como se citó en la anterior entrada, también don Pedro Calderón de la Barca, José Pellicer de Ossau o Juan Pérez Montalvan, hicieron alusión a los mismos en sus homenajes literarios al infante fallecido. Por otra parte, Adolfo de Castro (4) atribuye también al infante el siguiente soneto titulado “A la fiera que mató Felipe IV”, pero que no quiso don Carlos que en el mismo figurase su autoría, de tal forma que de su orden negó don José Pellicer de Ossau que fuera suyo el soneto:

De horror armado, de furor ceñido,
Valiente lidia, a mas victoria alentó,
El bruto victorioso, cuyo intento
De más alto poder fue resistido.

Feroz en la campaña es ya temido,
A toda fiera alcanza el escarmiento;
Mayor aplauso debe al vencimiento,
Pues fue la causa de quedar vencido.

Los postreros amagos de la vida
Se vieron antes que la ardiente llama
Ejecutase el golpe de la herida.

Creció la admiración, creció la fama,
Y el aplauso común, en voz de vida,
Deidad te adora, vencedor te aclama.

Por último, sería interesante destacar el papel político jugado por don Carlos. Es bien conocido el escaso interés del Infante por los temas políticos a pesar de que muchos nobles desafectos con el régimen olivarista trataron de aglutinarse en torno a su persona para crear un frente de oposición contra el gran valido, en especial los pertenecientes a la facción de los Sandovales del anterior valido, Duque de Lerma, como hemos visto en las anteriores entradas. Sin embargo, no se puede negar que hasta el nacimiento del príncipe don Baltasar Carlos en 1629, es decir, durante los 8 primeros años del reinado de Felipe IV, la figura de don Carlos tuvo una importancia política fundamental (aún de manera indirecta), como heredero potencial a la Corona que era ante la ausencia de hijos de su hermano el Rey. En este papel de heredero potencial (aunque no jurado como tal, ante la esperanza del nacimiento de un hijo varón), don Carlos acompañó a su hermano Felipe IV en los diversos viajes que éste realizó al inicio de su reinado: en 1624 acompañó al Rey en la jornada de 69 días que Olivares organizó por su Andalucía natal (primera ocasión en todo el siglo XVII en que un Rey visitó las ciudades del sur); en 1626 acompañó a su hermano en el viaje de 4 meses a la Corona de Aragón para convocar las cortes aragonesas, valencianas y catalanas; y finalmente en 1632, para inaugurar nuevamente unas cortes catalanas.

------------------------------------------------------------------------------------------------

QUEVEDO:

Tu alta virtud, contra los tiempos fuerte,
Tanto, Don Carlos, dilató su vuelo,
Que dió codicia de gozarla al cielo,
Y de vencerla al brazo de la muerte.

Si puede donde estás de alguna suerte
Entrar cuidado de piadoso celo,
Mira envidioso y lastimado al suelo,
Anegado en las lágrimas que vierte.

Si el cielo adornas vuelto estrella hermosa,
Cual ojo suyo puedes ver el llanto
Que de los nuestros es razon que esperes.

Pues segun fue tu vida generosa,
No dudo que tu pie en el coro santo
Pise estrellas , si estrella en él no fueres.



Fuentes principales:

* Aldea Vaquero, Quintón: “El cardenal-infante don Fernando o la formación de un príncipe de España”. Real Academia de la Historia, 1997.

* Castro, Adolfo de: “Poetas líricos de los siglos XVI y XVII”. Tomo II. Madrid, 1857.

* Elliott, J. H.: “El conde-duque de Olivares”. Crítica, 2004.

* López Bueno, Begoña: “La égloga, VI Encuentro Internacional sobre Poesía del Siglo de Oro”. Universidad de Sevilla-Grupo P.A.S.O. Sevilla, 2002.


Notas:

(1) Gil González Dávila (1570-1658), fue cronista de Castilla e Indias durante los reinados de Felipe III y Felipe IV.

(2) “La cueva de Meliso” (ms.), sátira en verso contra el Conde-Duque, atribuida por unos a Quevedo y por otros a Francisco de Rioja.

(3) El caso del presunto hijo del infante don Carlos los cuenta Pellicer en sus “Avisos históricos”, ed. Enrique Tierno Galván (Madrid, Taurus, 1965).

(4) Castro, Adolfo de: “Poetas líricos de los siglos XVI y XVII”. Tomo II. Madrid, 1857. P. 51.

lunes, 10 de enero de 2011

viernes, 7 de enero de 2011

LA FAMILIA DEL REY, LOS TÍOS DE CARLOS II: EL INFANTE DON CARLOS (PARTE II)

Detalle del retrato del infante don Carlos por Velázquez.

En agosto de 1627 Felipe IV caía gravemente enfermo. Hubo un momento, aunque breve, en el que se llegó a temer por su vida. Para el Conde-Duque, que afirmaba que “acá hemos visto estos días la mar por el cielo”, la enfermedad del Rey no podía llegar en peor momento. También él había caído enfermo mientras cuidaba al Rey, y le costó no poco trabajo levantarse de su lecho para correr al lado del de su señor. Ahora tenía que enfrentarse a todas las incertidumbres que suponía una enfermedad real, en un momento en el que la clase dirigente de Castilla empezaba a mostrar con mayor solidez su oposición a su privanza.

La inseguridad respecto a la sucesión agravaba aún más el peligro. El único vástago de Felipe IV que había sobrevivido, la infanta María Eugenia, había muerto en julio (1) y, aunque la Reina se hallaba de nuevo encinta, llevaba ya todo un record de embarazos malogrados (2). Si llegaba a dar a luz y el Rey moría, la Monarquía se vería sometida a los azares incalculables de una regencia. Si, por el contrario, el embarazo se malograba o la criatura moría en la infancia, la sucesión recaería en el infante don Carlos. Durante toda la enfermedad del Rey, don Carlos demostraría una discreción extrema, cercana a la autoexclusión, rasgo que caracterizaría toda su breve existencia.

A través de sus espías, el Conde-Duque de Olivares mantenía una estrecha vigilancia de los dos infantes. Se percataba, sin duda, de que don Carlos mantenía una correspondencia secreta con el Almirante de Castilla (3), que se encontraba desterrado en sus posesiones a consecuencia de una descortesía con el Rey durante la visita real a Barcelona de 1626. Olivares se encontraba además muy alarmado por creciente influencia que sobre el Cardenal-Infante ejercía el sobrino del Duque de Lerma, don Melchor de Moscoso, hasta el punto de organizar convenientemente su salida de la Corte consiguiéndole el Obispado de Segovia (4).

Fueron muchos los ires y venires de aristócratas malquistados con Olivares a los aposentos de los infantes durante la enfermedad del Rey. El viejo Duque de Lerma había fallecido en 1625, pocos meses después de su hijo, el Duque de Uceda, sin embargo, a pesar de la pérdida de sus dirigentes, los miembros, deudos y amigos de la familia Sandoval, como el cuñado de Lerma, el desterrado Almirante de Castilla, seguían constituyendo una poderosa facción en la Corte. Es por ello que Olivares tomó la medida, sin precedentes, de impedir el acceso de los grandes al aposento real, hecho que creó gran indignación.

Felipe IV por Velázquez. Meadows Museum de Boston.

La gravedad de la enfermedad del Rey condujo a la necesidad de disponer de un testamento real para el caso de que muriera. El documento fue redactado por el doctor Álvaro de Villegas, administrador de la Archidiócesis de Toledo, y el protonotario Jerónimo de Villanueva, al parecer basándose en ciertas notas que había esbozado el Marqués de Montesclaros, partidario de Olivares (5). El documento era bastante extraño. Según el mismo, la Reina había de actuar como regente del príncipe que había de nacer. Además, en caso de que fuera una niña, había de casarse, a su debido tiempo, con su tío, el infante don Carlos, simple recurso para tenerlo “muy agradecido y respetuoso”. Los dos infantes habían de aconsejar a la Reina madre, y el Conde-Duque había de continuar al frente del gobierno. En materias de estado, los tres votos reales (de la Reina y los dos infantes) debían ir acompañados del de un consejero de estado o del del presidente del consejo pertinente, así como del del Conde-Duque, al cual se le encargaba además la educación del futuro monarca (6).

Con todo, el Conde-Duque no tuvo necesidad de poner en práctica ninguno de los planes de emergencia que había trazado. El 4 de septiembre, el estado de salud de Felipe IV empezó a mejorar, y para el día 10 ya estaba en condiciones de levantarse de la cama.

El 10 de octubre de 1627, Olivares escribiría un memorial para el Rey. Era necesario aclarar inmediatamente una oscuridad extrema. Había llegado a sus oídos que durante la enfermedad de Su Majestad, el pueblo había estado hablando por las calles, en el confesionario y por los rincones de Palacio con un desenfreno nunca visto acerca del propio Rey, mientras que alababan a sus hermanos. Pero lo más grave del caso era que dentro del Alcázar había habido muchas habladurías peligrosas. El Conde-Duque tenía buenas razones para creer que “M” (utilizando una clave secreta que sólo conocían el Rey y él) había intentado crear una unión indisoluble de los dos infantes, utilizando a “A” y a instancias de “S”. Entre los tres conspiradores se las habían arreglado para ganarse a don Carlos, tal y como temía el Consejo de Castilla que sucediera cuando recomendó que se alejara discretamente a “M” de la compañía de los infantes, el cual, probablemente, no era otro que el Marques de Castel-Rodrigo.

Ante todo había que tomar una decisión respecto al futuro del infante don Carlos, pero si el Rey tomaba alguna medida, debía hacerse ver que lo hacia por propia iniciativa, sin hacer referencia alguna al Conde-Duque. Sin embargo, el infante don Carlos siguió viviendo en Palacio, debido a la dificultad de encontrar un ministro de confianza que lo acompañase a Portugal, pero se tomaron cuidadosas y complejas medidas para mantenerlo al margen de influencias indeseables.

Con todo, el infante don Carlos continuó siendo el primero en la línea de sucesión al trono hasta el 17 de octubre de 1629. Ese día nacía el príncipe Baltasar Carlos, el tan deseado heredero varón. El pequeño príncipe fue bautizado el 4 de noviembre siguiente, siendo sus padrinos la infanta doña María, reina de Hungría, y propio el infante don Carlos. Este hecho ayudó a calmar todas las inquietudes que la figura del infante había creado durante los últimos año a consecuencia de la falta de un heredero directo por parte de Felipe IV y de las intrigas políticas en contra del Conde-Duque de Olivares. El nacimiento de Baltasar Carlos volvió además a plantear el qué hacer con los infantes, y los destinos propuestos volvieron a ser los mismos: don Carlos debía ser virrey de Portugal, y don Fernando debía partir para los Países Bajos como gobernador general.

El 12 de abril de 1632, Felipe IV salió, en compañía de sus dos hermanos y del Conde-Duque de Olivares, rumbo a Barcelona para inaugurar una nueva sesión de las Cortes catalanas, destino al que llegarían el 3 de mayo siguiente. El 31 de mayo, el Rey, el infante don Carlos y el Conde-Duque volvieron de la capital catalana, dejando al Cardenal-Infante como nuevo virrey del Principado, con la tarea de conducir y llevar a buen puerto las Cortes. Don Fernando debía quedar en Barcelona hasta que todo estuviese listo para su ida a los Países Bajos.

Al poco de la vuelta de Barcelona, don Carlos cayó enfermo muriendo el 30 de julio de ese mismo año de 1632 a la edad de 24 años.

En todas las sátiras de aquel tiempo se dirige una grave acusación contra el Conde-Duque de Olivares: la de haber apresurado la muerte del infante don Carlos por medio de una sangría hecha contra lo que aconsejaba la conveniencia o con una lanceta envenenada:

Carlos, tu hermano, murió,
Y con él nuestra esperanza;
Que una lanceta fue lanza
De Longinos, que le hirió (7).

En otra sátira se dice, aludiendo al temor que tuvo el Conde-Duque de que don Carlos pudiera reinar en caso de morir su hermano:

Aunque príncipe modesto,
Y en el hablar tan sucinto,
A Carlos le hicieron quinto
Porque no llegase a sexto (8).

El gran Lope de Vega escribió una “Égloga panegírica al epigrama del señor infante don Carlos”. Calderón de la Barca compuso a la muerte del infante don Carlos una larga elegía que empieza:

¡Oh, rompa ya el silencio el dolor mío!

José de Pellicer y Tovar escribió igualmente una “Glosa al epigrama del señor infante don Carlos”. El doctor Juan Pérez de Montalvan, en su “Para todos”, puso también este soneto con el epígrafe de “Apolo a la crueldad de Anarda, segunda Dafne”, y con este elogio: “El asunto es melancólico; y así, sus sentencias graves, sus voces misteriosas y bien colocadas y sus versos gallardos, profundos y elegantes” (9).

Luis de Ulloa lo insertó también entre sus obras con un soneto en su elogio, lo mismo hizo Gracián en su “Agudeza y arte de ingenio”. El mismo Pellicer escribió, con el título de “Pira augusta”, una oración fúnebre en la muerte del infante don Carlos. Don Antonio de Solís y Rivadeneira también dedicó un soneto a su muerte que empieza así:

Tanto reposo en jóvenes alientos,
Y tanta madurez en verdor tanto,
Denotaban su muerte y nuestro llanto,

Y termina:

O vivo yace, o, si murió parece
Que, sin turbar la paz de sus sentidos,
Continuó la muerte de su sosiego

Finalmente, Quevedo le dedicó el soneto titulado “Túmulo al serenísimo infante don Carlos” (Parnaso español 118):

Entre las coronadas sombras mías
que guardas. ¡oh glorioso monumento!,
bien merecen lugar, bien ornamento,
las llamas antes, ya cenizas frías.

Guarda, ¡oh!, sus breves malogrados días
en religioso y alto sentimiento;
ya que en polvo atesora el escarmiento,
su gloria a las supremas monarquías.

No pase huésped por aquí que ignore
el duro caso, y que en las piedras duras,
con los ojos que el título leyere,
a don Carlos no aclame y no le llore,
si no fuere más duro que ellas duras,
cuando lo que ellas sienten no sintiere.



Fuentes principales:

* Aldea Vaquero, Quintón: “El cardenal-infante don Fernando o la formación de un príncipe de España”. Real Academia de la Historia, 1997.

* Castro, Adolfo de: “Poetas líricos de los siglos XVI y XVII”. Tomo II. Madrid, 1857.

* Elliott, J. H.: “El conde-duque de Olivares”. Crítica, 2004.

* Vermeier, René: “En estado de guerra. Felipe IV y Flandes 1629-1648”. Universidad de Córdoba, 2006.


Notas:

(1) González Palencia: “Noticias de Madrid”, pg. 163.

(2) Hasta ese momento la reina Isabel de Borbón había dado a luz tres niñas que habían muerto siendo muy niñas: la infanta María margarita (14-15 de agosto de 1621), la infanta Margarita María Catalina (25 de noviembre-22 de diciembre de 1623) y la citada infanta María Eugenia (21 de noviembre de 1625-21 de julio de 1627).

(3) Juan Alonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Rioseco, conde de Melgar y Almirante de Castilla (1600-1647). El 9 de abril de 1626, Jueves Santo, cuando el Rey estaba en los oficios de Pasión, realizando el lavatorio ritual de pies de los pobres, se volvió hacia el Marqués de Heliche para pedirle la toalla. A quien correspondía pasársela era al Sumiller de Corps, en este caso el Conde-Duque de Olivares, pero éste no se hallaba presente, y pedirle la toalla a Heliche equivalía a reconocerlo como representante de su suegro. El Almirante, que era el primer Grande de España, protestó inmediatamente y se retiró. Esa misma noche el Almirante entró en la Cámara de Su Majestad para presentar su protesta. Cuando el Rey le contestó que “a quien yo he dado el oficio de Sumiller es tan bueno como vos”, el Almiranse te quitó del cuello la cadena de la que pendía la llave de oro que daba acceso a la real cámara, y, besándola, se la entregó al Rey al tiempo que solicitaba permiso para retirarse a sus tierras. Esa misma noche Felipe IV estampó su firma en un documento para el Consejo de Estado, en el que se denominaba al Almirante como “este pobre caballero tan mal enseñado”. Posteriormente el Almirante fue puesto bajo arresto domiciliario y luego se vio desterrado a sus estados.

(4) Melchor de Moscoso y Sandoval, hijo de Lope de Moscoso Osorio y Castro, VI conde de Altamira, y de Leonor Sandoval y Zúñiga, hermana del Duque de Lerma. J.H. Elliott en su libro sobre el Conde-Duque de Olivares afirma que se le consiguió el Obispado de Santiago, sin embargo he podido comprobar que el dato es erróneo y que el Obispado que se le otorgó fue el de Segovia.

(5) Juan Manuel de Mendoza y Manrique, III conde de Montesclaros (1571-1628). Perteneciente a la poderosa familia de los Mendoza, cuya cabeza era el Duque del Infantado, fue virrey de la Nueva España y el Perú, convirtiéndose en el primer ex-virrey de las Indias que era nombrado consejero de estado. Su relativa juventud (contaba sólo 51 años), su experiencia en el gobierno de los reinos de Indias y su evidente talento le auguraban una larga e influyente carrera ministerial, que se vio truncada prematuramente por su repentina muerte en 1628.

(6) ADI Manuscritos de Montesclaros, lib. 130, nº 1. Notas de puño y letra del propio Montesclaros.

(7) Quevedo, “Padre nuestro glosado”.

(8) Se refiere al hecho de que de no haber nacido en quinto lugar, don Carlos, habría reinado como Carlos VI.

(9) El infante don Carlos, aficionado a la poesía, compuso algunos versos como veremos en la próxima entrada.